Ella esperaba, simplemente esperaba.
Esperaba con la excusa de no estar tan sola, se sentaba y
miraba en su conciencia los instantes que había estado contigo, antes, para
examinar sus acciones.
Ella esperaba, quizá porque tenía la esperanza de que no fueses
tan imbécil como realmente sabe que eres, porque se había inventado demasiadas
excusas para seguirte esperando, porque una parte de ella, quizás la parte más triste
y más desprotegida estaba contigo, porque ella quería que se la devolvieras,
pero era demasiado tuya, y tu no aparecías.
Ella siempre estaba esperando, aunque sabía que esa acción
era como dar vueltas en círculos y estar consiente de ello, que no tenía
sentido y que no la llevaría a ningún lugar, sin embargo, de una forma u otra,
estaba esperando.
Un día, dejó de esperar, muerta de miedo pero lo hizo, se
resigno a no tomar esa parte de ella que por alguna razón te pertenecía.
Esa noche, se arropó hasta la cabeza y respiraba muy
profundo, como tratando de consolarse a sí misma, pero las lagrimas igual
fluyeron por sus mejillas, como ácidas, dolían al brotar, simplemente dolía.
Lloraba porque sabía que lo correcto era resignarse, pero
hacer lo correcto a veces duele demasiado.
Por la mañana, se dio cuenta de que seguía estando sola,
pero sin embargo, siguió existiendo.
Quizá el tiempo vaya borrando de su memoria lo acontecido, y
quizá algún día a ella no le importará más.
Por ahora, ella descubrió que madurar duele, y que amarse a
sí misma implica a veces, dejarle partes de uno a otra persona, y seguir, lejos
de ella.